Totalmente desperezados después de la gran siesta, nuestros ojos humanos recuperan su profundidad abisal libres de los pesados mantos de rutinas, legañas y nada. Nos levantamos y damos nuestro último gran bostezo. Ya en pie, nos ponemos en marcha al humilde ideal diario y, tras recibir el rico beso de buenos días, salimos de casa a asaltar a medio mundo con arte y poesía.
Somos La Mala Praxis, cazadores recolectores de las ensoñaciones de la ciudad, hacemos la colecta diaria y nos vamos en la noche contentos con lo mucho o poco que hayamos de encontrar. Pero no confundir, no limosneamos, jamás gastaremos un cobre de nuestros bolsillos para arrendar por hora a un artista mezquino (de los que hay miles), alguien que sólo accede a tirarnos cuatro versos huachos al piso para que los recojamos en una reverencia vejatoria que dejará indefensa nuestras rabadillas ante el oportunismo de algún sexópata de genio creativo. ¡Atención: guerra librada contra ellos!, contra los que encierran su tacaño trabajo en galerías de caja fuerte, contra el arte para “artistas”, el de los ghettos con sabor a café de dos lucas; a esos románticos de lo ajeno, que sólo les hace falta esquivar el jabón para ser franceses netos (a todo esto, no tenemos nada contra los habitantes de la Galia), que se tomaron las últimas calles de adoquines y construcciones europeas de la ciudad para venderse a precio de arte oficial, prefiriendo el Cirque Du Soleil a Los Tachuelas o a las Águilas Humanas. Los verán, a simple y sencilla vista, colgados de los árboles del Forestal, pendiendo desde sus cartulinas españolas de brillantes colores o bien en los monociclos que tendrán siempre en venta con sus clavas para pagar el arriendo de su departamento en Lastarria y así mantener su pose social.
Mala Praxis nunca será del “arte de élite”. En vez de juntarse en el Hábito a tomar mocca, se juntarán en cualquier casa que permita soñar y confabularán las ideas que permitan pintar a sus cercanos con la brocha gorda del arte humilde.
Hace un buen tiempo que el hombre retiró al arte de su plaza y de su casita, antes vino el trovador a cantarnos un sabroso idilio a la plaza del pueblo; antes, los chinchineros, los organilleros… Los refranes los ponían las abuelas: dicharachos llenos de picardía, esos que, a pesar de que no entendíamos jota, nos hacían sonreír cuando niños… y así, tardes largas, cuando había Tardes. Hoy, se trabaja de eslabón y de engrane en la maquinaria, se sale de mañana y se entra cuando el sol ya descansa y nos saca la lengua en burla. ¿Qué espacio y tiempo habrá para el arte entonces, amigo mío? Nuestros papis, abuelos y el yo trabajador, llegamos hechos una bolsa mal amarrada a casa al final de la jornada. Dime tú, entonces, ¿por dónde les enchufo la poesía?, ¿por dónde les inyecto el acorde y la melodía o les dramatizo en tres actos su miseria? ¡¡Por ningún lado!! Al llegar, sólo darán medio beso a quien le espere y se hundirán en el televisor, así como los pies cansados sólo desean reposar en agua caliente con salmuera. Y ojalá que haya algo entrete: un buen par de tetas relucientes y un trasero capaz de romper nueces, para luego dormir abrazado con media sonrisa a la siempre grata y poco exigente conformidad.
Señoritas, señoras, las damas y las no tanto, compadres casi todos, quizá no hay espacio, pero… ¡¡hay tiempo!! En los eternos viajes en micro, podemos recitarles a todos los poetas del mundo: en dos horas una comedia y media; en la mitad del tiempo, tres cuartos del cancionero popular y así, sencillamente, es cuestión de espíritu joven, con la creatividad del que patalea bajo el agua para poder respirar, podemos, en la espera de la Posta Central, hacer el primer y último retrato del accidentado que acaba de llegar o lo que se me ocurra: contraintervenir casinos de trabajadores y estudiantes, y ofrecer poesía a la carta, y así también miles de lugares: ascensores, funiculares, teleféricos, plazas, urinarios, paraderos de micro, recreos, ministerios.
No pretendemos encumbrar un espíritu mesiánico que pretenda devolverle a la humanidad sus sueños y su hipotecada capacidad para sentir, es sólo el esfuerzo humilde de algunos -y los que nos quieran acompañar- de lograr un grito al viento que está palpitando ya en muchos rincones de la ciudad. El arte nos pertenece tanto como nuestros sueños. La monstruosa máquina interventora, ilusa e ingenua, creyó que todos seguiríamos babeando la siesta, creyó haber aniquilado nuestro aparato para sentir, vaya ingenua. Estamos aquí y no tendremos el pánico ni el temor que nos regaló, menos el pudor. Creemos, y queremos seguir creyendo, que no habrá día en que nuestro espíritu repose tranquilo en sueños, sin haberse remecido al menos una vez en el día. Ya no tenemos distrofia sensorial. Estamos totalmente autorizados y capacitados para sentir, lo firmamos en el contrato indisoluble que pactamos con la vida.
Así que, si nos ve por ahí,
no huya, no se esconda,
nada no le pasará.